MITOLOGÍAS CONTEMPORÁNEAS



Los zombis, cuya proliferación en el cine, la televisión y la literatura actuales puede llegar a extrañar a algunos –pues las historias son siempre básicamente idénticas–, son una perfecta metáfora de nuestra sociedad. De ahí su éxito, y no del mero hecho de que “dan miedo”, y al público “le gusta el miedo”. No tiene nada que ver con eso. Lo que plasman del modo más gráfico posible es una sociedad entendida literalmente como un rebaño: todos borregos, iguales, descerebrados. Como esos consumistas (la alegoría de G. A. Romero, retomada por Zack Snyder, es absolutamente genial) que van en masa hacia el centro comercial, el anti-ágora donde todas las voluntades convergen, donde no hay disenso alguno. La humanidad ya no existe como tal; la alegoría nos sitúa ante un apocalipsis –causado por radioactividad, infección, posesión demoníaca, ¿qué más da?– debido al cual la supervivencia del más fuerte ha sumido el mundo en la más terrorífica ignorancia e involución. Los zombis son los individuos característicos de este “nuevo mundo” (el nuestro) que no se comunican entre sí –carecen hasta de lenguaje– pero forman una compacta masa amorfa que se mueve siempre en la misma dirección, hacia los estímulos más llamativos. Una sociedad que no tiene ya nada de comunidad, en la que no existe ningún tipo de lazo entre sus miembros. Los únicos lazos emocionales y morales que aún perduran aparecen representados por los supervivientes, que son los únicos “seres humanos” en sentido estricto. Representan la inteligencia y las normas, los únicos resquicios genuinamente humanos que les quedan –aunque se saben condenados al fracaso– antes de sucumbir frente a esa masa, destino inevitable. En los filmes de Romero (y en los más comerciales de los actuales) todavía había una oportunidad de cura, de salvación. La ciencia aparecía como una fuerza capaz de redimir al mundo de su total zombificación; pero las versiones posteriores del mito son en general más tétricas y desesperanzadas. Ya no hay salvación posible, el punto de no retorno pasó. Sólo nos queda atrincherarnos en el centro comercial asediado –todos estamos en él, dado que el mundo entero ya sólo es un mercado global–, forma actual de la caverna platónica. Por otro lado, las historias de zombis fascinan por el placer que el espectador imagina en el hecho de matar libremente a los demás, de ser superior a ellos y poder volarles la cabeza con una recortada o abrírsela de un hachazo, esa cabeza que al fin y al cabo ya no usan. El sentimiento de superioridad al matar a un ser inferior sin sentir remordimiento alguno, porque al fin y al cabo ya está muerto. Es hasta un acto de piedad, el último que queda en semejante mundo: liberar de él a sus víctimas. 

Si los zombis representan la sociedad de inferiores donde uno es aún "normal", y matar es un acto de supervivencia y hasta de derecho natural, las historias de superhéroes representan una sociedad normal, demasiado normal, anquilosada, corrupta, infestada de criminales comunes, mafiosos y políticos vendidos –o sea, la sociedad en que vivimos–. El superhéroe es el ser superior, una suerte de Übermensch nietzscheano (literalmente, superman) que puede hacer cosas con las que los demás sólo pueden soñar, porque son débiles. Capacidades tópicas, grandes anhelos humanos, como volar, ser increíblemente fuerte o invisible, leer la mente o mover objetos con ella, etc. Capacidades que las mitologías tradicionales atribuyeron a los dioses, ahora encarnados en seres humanos convertidos en superhéroes por accidentes imprevisibles que podríamos haber tenido todos –ahí radica la clave de la identificación con estos personajes–. El superhéroe es por lo general un cualquiera que un buen día se encuentra en posesión de un gran poder, que debe aprender a usar. Primero lo hará de forma egoísta e irresponsable, para luego aprender dolorosamente las consecuencias de tal ligereza y empezar a usarlo en favor de los demás. Estos relatos están cuajados de imágenes de pérdida personal y conflicto interior; el héroe debe recorrer el camino iniciático (el “viaje del héroe”, tal y como lo describe brillantemente el psicoanálisis del mito de Campbell) y comprender que el sentido de su propia existencia –que ya no es “suya”– radica en el servicio, el sacrificio abnegado y nunca comprendido por los demás. Al superhéroe le ocurre como al “caballero de la fe” de Kierkegaard, tan magistralmente representado por el Batman de los Nolan, que se opone al “héroe estético” que es aclamado por todos. Pero el caballero de la fe –el justiciero anónimo– es perseguido a pesar de que hace cumplir la justicia. La ley lo persigue porque en un mundo donde ésta es injusta o débil, hacer valer la justicia siempre será un delito. El verdadero superhéroe carga, como Cristo, con la culpa de los demás, que éstos no pueden soportar, y lo hace limpiando la sociedad mediante una violencia purificadora que debe pagar después con su destierro, porque al limpiar el mal se ha convertido en él, y sin embargo, ése era su deber. El superhéroe debe ser condenado al ostracismo (aunque sea interior: el de la máscara, el paradójico anonimato del que ha salvado a todos) para que la sociedad viva con la conciencia tranquila porque otro hizo el trabajo sucio, se saltó la ley para que siguiera habiendo ley. Tiene que haber un caballero oscuro (la justicia) para que pueda haber un caballero blanco (la ley). Tras esto late la inquietante sospecha, que con tanto entusiasmo intuye y aprueba el público, de que para mantener la democracia hacen falta ciertas dosis de autocracia. Porque el superhéroe es una figura intrínsecamente fascistoide, como el propio cómic y el cine han sabido ver. 

Estas historias tienen tanto éxito no simplemente porque el público sea estúpido, aunque es verdad que la saturación de subproductos resultante de la explotación comercial lleva al hastío; pero las obras –por lo menos las mejores– de Frank Miller o Alan Moore son creaciones a la altura de Shakespeare. Se trata de las formas mitológicas actuales (qué añadir, en este sentido, a lo que ya dijo Umberto Eco) que atraen nuestra atención más profunda, pues representan arquetipos colectivos que todos entendemos a un nivel inconsciente. Todos soñamos con ser como estos personajes, todos nos identificamos de forma primaria con el superviviente en el mundo zombificado –o sea, este mundo en el que ya no soportamos vivir, el mundo del absoluto desarraigo– o con el superhéroe cuyo sacrificio épico salva a la sociedad de sus propios pecados; en ambos casos seres superiores, moralmente hablando, rodeados de inferiores (a los que matan o salvan, respectivamente). Son narraciones que alientan algo en nosotros. Cada época tiene los referentes que necesita, por mucho que éstos se comercialicen y banalicen. Los nuestros ya no son los guerreros aristocráticos de la Antigüedad o los viajeros y exploradores de la Modernidad. La Posmodernidad se caracteriza por sus antihéroes –personajes que van contra la sociedad, y por tanto siempre rechazados– que, sin salir de las masificadas ciudades, encuentran en ellas el modo de hacer el viaje del héroe, su misión a cumplir. La misión que en el día a día nos falta, porque ni tenemos superpoderes con los que combatir el crimen ni la ocasión de salir a la calle a matar zombis; pero no podemos evitar sentirnos parte de esos escenarios. 




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© David Puche Díaz, 2015.
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