FELICIDAD

El camino a la felicidad ha sido descrito de muchas maneras, y todas ellas tienen algo de verdad. Puede entenderse, según la tradición socrática –en la que habría que incluir, en este sentido, no sólo a Platón, sino, por ejemplo, a los estoicos o a Spinoza–, como el estado anímico que acompaña a una vida virtuosa, siendo consecuencia directa de ésta (la virtud y la felicidad son, de hecho, una y la misma cosa; cultivar la primera tiene como consecuencia inmediata la segunda). Puede entenderse, según una línea de pensamiento más pragmática, de raigambre aristotélica –en la cual se encontrarían más o menos cómodos los epicúreos, los utilitaristas y en general cualquier materialista–, como el resultado de una confluencia de factores, entre los cuales está sin duda una vida virtuosa, pero también, inexcusablemente, una serie de bienes, ya sean propios (salud, belleza, talento, etc.) o exteriores –y éstos a su vez materiales (dinero, trabajo, posesiones) o sociales (amistad, amor, reconocimiento, etc.)–, los cuales son fuentes de disfrute y placer, o cuanto menos garantías más o menos estables de no sufrimiento. A estas tradiciones principales podríamos añadirles otras con una menor Wirkungsgeschichte, pero que ahí están: la felicidad entendida como la satisfacción de nuestras pulsiones naturales (desde los cínicos hasta Freud), como la consecución del poder sobre otros (Nietzsche) o incluso como un estado adocenado de bienestar, propio de medianías, que es mirado por encima del hombro por quienes tienen aspiraciones más altas que una “buena vida” –Freud vería en esto un claro caso de sublimación intelectual o estética–; podríamos citar aquí nombres  tan dispares como Goethe, Baudelaire y seguramente Heidegger.

Hasta aquí, modelos que buscan la felicidad en lo inmanente. Naturalmente, también están aquellos que la buscan en la trascendencia. El cristianismo, por ejemplo –tomémoslo como modelo de religión monoteísta–, no desdeña el concepto de una felicidad mundana, pero considera ésta anticipo de la verdadera, la eterna, que sólo en otra vida podrá hallarse, habiendo pagado el peaje para ello (mediante la fe, buenas acciones, el arrepentimiento de los pecados, etc.). No obstante, se puede decir del cristianismo, y de toda otra religión que comparta este modelo, que no deja de ser una hipóstasis del segundo tipo de teorías que hemos señalado, las que aspiran a una felicidad consistente, en lo esencial, en disfrutar de una serie de bienes. El creyente vive del modo en que vive por la esperanza de una recompensa futura, de una salvación de su alma que le permitirá gozar eternamente de lo que quizá no ha podido gozar en esta vida –incluso de aquello a lo que se le ha pedido que renuncie–, eso sí, multiplicado. Por mucho que se quiera diferenciar la beatitudo cristiana de una noción mundana de la felicidad, espiritualizando la primera, no deja de ser la aspiración a los placeres de esta vida multiplicados hasta el infinito. Todo ello como promesa, sin embargo; pero podríamos decir que no añade nada nuevo a la tipología anterior.

Esto en Occidente, pues en Oriente la aspiración máxima del hombre tiene formas muy distintas –aunque la globalización, cómo no, esté homogenizando el mundo en favor del modelo occidental–. En efecto, hay dos posturas primordiales ante la cuestión de la felicidad, de la realización de la existencia humana: una que podríamos llamar “occidental”, para la cual aquélla consiste en la satisfacción del deseo, y otra “oriental”, según la cual aquélla se hallaría, por el contrario, precisamente en aquietar el deseo. Esto es, consumar los deseos o intentar no desear; disfrutar o no sufrir (un concepto positivo y el otro negativo, podríamos decir). Digamos esto con todos los matices que hagan falta: ciertamente Occidente conoce el ascetismo, así como Oriente la entrega a los goces sensuales. El estoicismo, como antes ya la ética socrático-platónica o después el cristianismo originario, tienen una fuerte impronta oriental, del mismo modo que el tantrismo corresponde a las aspiraciones del modelo que hemos llamado “occidental”, aunque por medios mucho más distintos de lo que pueda parecer. Pero creo que, en general, es válido distinguir estos dos “espíritus”.

Aunque, como decía al principio, todas estas concepciones tengan su momento de verdad, pienso que la felicidad no depende en última instancia de ninguna de esas cosas, sino de hallar un sentido de la propia existencia, un camino propio. Una forma de organizar los elementos de la propia vida en una constelación de significantes, de modo que todo lo que hagamos y nos pase pueda ser comprendido y aceptado, y a su vez retroalimentar esa organización –que será “válida” en la medida en que sea capaz de esto–. Ésta requiere un hilo conductor, una columna vertebral que la oriente y permita desarrollar una actitud esencial ante la vida, un carácter, el cual ha de trabajarse mediante la construcción estética de uno mismo –no del mundo, que sólo puede ser conocido–. Hay que reconstruirse a partir del material bruto que somos de partida, tomando consciencia de sí y de la finalidad que nos imponemos. Para ello es crucial tener una vocación, una “llamada” a ser lo mejor que podríamos ser; una vocación que responda a nuestras dotes singulares y en cuya consecución no debemos depender demasiado de los demás (p. ej., mi vocación puede ser escribir, y así podré realizarme, pero si mi vocación fuera llegar a ser rico escribiendo, probablemente permaneceré irrealizado toda la vida). La búsqueda del “sí mismo”, de la autenticidad, que ha sido tan importante en la filosofía del siglo XX –la cuestión de la identidad personal–, radica ante todo en saber equilibrar unos factores que nos vienen siempre dados y que hemos de aprender a mezclar entre sí, como si de alquimia se tratara, para dar con la fórmula de nuestro sentido más propio e íntimo. Una mala proporción lo arruina todo, y empeñarse en que el mundo se someta a nuestra fórmula, poner el principio de placer por encima del de realidad, es pueril y conduce normalmente al desastre. La felicidad es ante todo un querer solidario con un hacer.

Permítaseme este paréntesis: Heidegger, quien consideraba que los “estados de ánimo” son nuestra forma de apertura al mundo, anteriores a toda razón, caracterizó la angustia –para él, quizá, el estado de ánimo fundamental– como la sensación de que el mundo en su totalidad se aleja de nosotros, como una experiencia del sinsentido absoluto y por tanto de la carencia de valor de la propia existencia, que se hunde lentamente en la nada. Para Heidegger esta experiencia, con independencia de ser “mala”, constituye la experiencia privilegiada desde el punto de vista ontológico –de la comprensión de la realidad–, pues al contrario de cualquier otra, que siempre responde a un determinado ente (miedo de algo, atracción por algo, repulsa hacia algo, etc.), la angustia es indeterminada, no tiene una fuente específica ni reacciona ante nada en concreto. Por eso mismo es la experiencia que permite vislumbrar el mundo como tal, el horizonte de aparición de los entes para nosotros. De esa experiencia de la totalidad (en su retirada) depende la posibilidad de captar el sentido de la existencia. Podría por ello decirse –y con esto vamos más allá de Heidegger, o simplemente en otra dirección– que quien no ha experimentado la angustia no podrá acceder al sentido, ni consecuentemente ser feliz. Ser feliz requiere haber sufrido, haber estado ante esa nada; hay que haberse sumergido en la angustia y haber hallado en ella la experiencia de la totalidad (en el modo de su negación para nosotros). Así, comprender la vida pasaría necesariamente por ese “rito de paso” y de su asimilación –como en el “viaje del héroe”, hay que haber descendido a los infiernos y haber vuelto con algo de ellos–. Heidegger nunca fue más claro y nunca estuvo mejor encaminado en su propósito de pensar el ser (la pregunta misma sólo a la luz de lo anterior puede ser entendida) que en esa época primera de Ser y tiempo y ¿Qué es metafísica?, antes de extraviarse en el misticismo y en lo poético.

El paréntesis nos permite volver a nuestro tema con mayor claridad, espero. Como la angustia, la felicidad, a la que Heidegger no presta demasiada atención, no es un “plus” que acompañe a nuestros estados de ánimo, sino que es precisamente el estado de ánimo que nos abre al mundo (esta vez como afirmación), por cuanto organiza nuestra existencia en un todo de sentido. Por eso cuando se es feliz todo parece ir “en nuestra dirección”, simplemente porque lo insertamos en nuestra constelación de significantes, de modo que parece ser necesario para hayamos llegado a estar así, incluso cuando se trata de contratiempos. Quien ha hallado su sentido puede resistir cualquier adversidad, haciéndola formar parte de su “relato”. La felicidad así entendida es indisociable del amor, no ya del personal –que es una sublimación de la sexualidad–, sino del agápe, de un amor a la vida que es “difuso”, que no está atado a un objeto concreto. Un amor menos intenso quizá que aquél, pero más sereno y reflexivo, para el que no existen celos porque lo abarca todo. La experiencia del amor intellectualis de Spinoza (el amor a Dios, que es el amor a todas las cosas) o el amor fati nietzscheano. Una experiencia extremadamente difícil de lograr, pues el individualismo que reina en nuestra época nos aleja de ese amor en favor del amor propio –que ya fuera señalado como un mal moral por Kant–, y por tanto del egoísmo que nos cierra a lo otro. Y por tanto, a cualquier cosa a la que cabalmente llamar “felicidad”, pues en el mundo actual sólo se nos venden (literalmente) sucedáneos de la misma.

Las dos principales formas culturales de hallar el sentido –no las únicas, por supuesto– han sido la religión y filosofía. Se trata, de hecho, de fábricas de sentido. La religión es “verdadera” en la medida en que lo produce (y a eso lo llamamos “espiritualidad”), pero es difícil, si no imposible, desligarla de otras motivaciones netamente egoístas. ¿Se profesaría de saber que no hay recompensa para nuestros actos? ¿Se destruiría con ello el propio sentido de la existencia? Esto último parece. Desde luego, el Deus sive natura de Spinoza no tenía nada de “religioso”; no era un Dios al que rezar, sino un Dios que comprender, la expresión del orden racional (geométrico) y de la interdependencia del todo. En la búsqueda del sentido, no cabe duda de que la religión es el camino más eficiente, pero tiene como contrapartida que es mítica, y sus fieles persiguen realidades inexistentes, en otra vida, que sólo son metáforas de lo que deberían alcanzar en ésta. Así pues, es tan satisfactoria como falsa. Podría decirse que es la filosofía en el estado infantil –pero nunca superado– de las imágenes y las alegorías de lo que aún no puede comprenderse. La filosofía, por el contrario, es verdadera, pero menos eficiente, y nunca será satisfactoria para la mayoría, que necesita de la falsedad para vivir. La filosofía constituye el camino de la razón, y brinda el concepto en lugar de la fe, con lo que su aportación a la construcción personal es más genuina, pues en ella no caben fantasías de ningún tipo. Pero es verdad que promete menos, o incluso nada (salvo la propia comprensión, que es su única recompensa), y supone grandes esfuerzos. Está reservada a individuos, a minorías. Es el camino largo frente al atajo de la fe, en la construcción de una vida con sentido, y quizá, por ello, feliz.



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