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PENSAMIENTO Y CRISIS



El nihilismo no es un accidente, no es algo que nos hubiera resultado evitable. Es el destino –que no la finalidad– de una sociedad que alcanza ciertos umbrales de desarrollo. Y en consecuencia lo es también, por tanto, la filosofía, que no es sino una reflexión sobre cómo vivir en el nihilismo. Constituye ésta un resultado propio de una cultura lo suficientemente sofisticada –lo cual puede chocar contra la lógica de los que la ven como algo “viejo” u “obsoleto”–, tanto como para poner en tela de juicio su propia identidad y, así, amenazar su existencia; una cultura llevada por su dinámica interna y por la consecución de ciertas libertades al cuestionamiento de sí misma y de sus fines, con lo cual la filosofía (que es el espejo teórico de esa cultura) parece querer destruir su propio suelo nutricio. Eso redunda en su imagen negativa, pues ciertamente es negatividad antes que positividad; la disolución de lo dado antes que el conocimiento de algo “superior”. Cabría decir que todo esto no es cosa exclusiva de Occidente, sino de toda sociedad que alcanza el tamaño y la complejidad necesarios. Y ello es cierto, pero Occidente siempre ha experimentado de una forma mucho más radical ese movimiento, lo cual está íntimamente ligado a que es la cuna de la democracia, y con ello de la compleja articulación del colectivo y el individuo, cuyos intereses son contrapuestos, y por tanto disgregadores.

Podríamos plantearlo así: lo que llamamos Occidente siempre ha estado en crisis. Es la esencia de nuestra civilización. Occidente, tomado como civilización comprensible de forma más o menos coherente y unitaria, es constitutivamente nihilista, esto es: su peculiaridad radica en que destruye una y otra vez sus propios fundamentos culturales. Hay algo autodestructivo en Occidente, que no es sobrevenido, ni signo de una determinada época “decadente”, sino su seña de identidad primordial. Y no deja de ser paradójico que su identidad consista precisamente en la destrucción de su propia identidad; pero es por ello que, con alguna razón –no del todo etnocéntrica–, se ha asociado la historia de Occidente con la historia universal. A su vez, ese carácter es inseparable del hecho de que Occidente sea el hogar de la Ilustración, la cual (sobre todo en su forma más destilada: la filosofía) es su propia autoconciencia histórica, el “archivo teórico” de las diversas formas de autocomprensión que han ido emergiendo y disolviéndose durante dos mil seiscientos años. Occidente es la civilización que permanece girando en el círculo –virtuoso o vicioso, según se quiera ver– de su desfundamentación y refundamentación. Es por eso mismo que el fracaso de la Ilustración (dicho de otra forma, el olvido de la filosofía), que se observa en múltiples niveles, hace que ese círculo se rompa en la dirección única, y quién sabe si irreversible, de la desaparición de “lo occidental” como tal.

No obstante, pese a que Occidente sea de suyo nihilista, vivimos en una época de exacerbación de esos rasgos. El sordo “malestar en la cultura” freudiano ya es un clamor y ha adoptado una forma claramente política y religiosa (nacionalismos y fundamentalismos son sus manifestaciones más patentes). Es inevitable recapacitar sobre la aporía que Adorno y Horkheimer formularon como “dialéctica de la Ilustración”, a saber, que aquello que nos permite ser libres es lo mismo que amenaza la existencia de la sociedad que permite ser libre. La libertad socava sus propias bases materiales de existencia, pero eso no la hace menos irrenunciable, de modo que la reacción sociopolítica y cultural no son una alternativa legítima para un pensamiento que se diga ilustrado. Hay, por tanto, que saber permanecer en esa aporía y aprender a vivir en un mundo que nos pone una y otra vez ante ella. En eso consiste el ejercicio del lógos, de la razón intersubjetiva. El individuo es tan irrenunciable como el colectivo que le permite existir y al cual pertenece, lo quiera o no. Así pues, se hace imprescindible articularlos, y quizá no como lo hacen las democracias liberales (que en esto han demostrado su más absoluto fracaso). Igualmente, hay que articular a ambos con lo otro sin lo cual no podrían tampoco existir, es decir, la naturaleza –que delimita las condiciones de posibilidad de la libertad, en la medida en que conforma las de la supervivencia–. Individuo, colectivo y naturaleza conforman, así pues, la terna temática a la que la reflexión filosófica ha de atender en su elaboración teórica del nihilismo, de la disolución de los nexos de sentido que configuran el mundo. Éste no consiste en “otra cosa” aparte de las anteriores (englobándolas), sino que dichas esferas lo agotan, en su problemática sistematización; sólo para su análisis (pues están entrelazadas genéticamente) podemos diferenciar las relaciones estructurales 1) del sujeto consigo mismo, 2) del sujeto con el colectivo, 3) del sujeto (y del colectivo) con la naturaleza.

El nihilismo, decía, es la desfundamentación de los horizontes vitales (eminentemente prácticos) antes vigentes, la cual tiene efectos severos sobre la conducta de los individuos (psicológicos) y de los colectivos (sociológicos). Pero la utilización misma del término “nihilismo”, con una historia y unas connotaciones muy precisas, ya de por sí indica que se está haciendo una valoración y unas determinadas prescripciones, con lo cual estamos –la filosofía está– en un plano discursivo que no es el de las ciencias sociales. La filosofía es ante todo el intento teórico de comprender el mundo en su devenir y despertar cierta actitud práctica ante él, creando así una nueva forma de subjetividad capaz de adaptarse responsablemente al nuevo contexto histórico –o incluso de contribuir a crearlo–. Por eso tiene una gran actividad en los períodos de crisis histórica (que son momentos de oportunidad, aunque ésta casi siempre pase de largo), y en cambio languidece en los períodos de estabilidad, en los que no parece hacer falta alguna, poniéndose por lo general del lado de lo establecido –lo cual a la larga siempre juega en su contra, pues redunda en su imagen de discurso meramente ideológico.

Esto se reproduce en cada crisis histórica, y la actual todavía está esperando nuevas formas de filosofía a la altura de los interrogantes y las inquietudes sobre nuestro futuro que la época nos plantea. Pero hubo una crisis muy particular, la que de hecho dio lugar al nacimiento de la filosofía. De ella podemos aprender mucho, por su carácter inaugural; nos proporciona la estructura dialéctica que vuele a repetirse una y otra vez, con cada crisis, constituyendo el “esquema cultural” de éstas. No es, pues, un ejemplo histórico más, sino la matriz teórica que se reproduce bajo distintas formas históricas en cada ocasión. Dicha crisis es la que se produjo en Grecia entre los siglos VI y IV a. C., y es la que hace que Grecia sea la cuna de Occidente, lo cual es inseparable de la aparición de la democracia y de la filosofía. Si, como sostengo, la filosofía es la Ilustración, es porque ocurrió entonces lo que ha ocurrido en todas las épocas en que ésta se ha manifestado. Y ello consiste en la inmediata sucesión de dos movimientos, a saber: 1) la relativización de todo horizonte cultural, su puesta en tela de juicio y por tanto la ruptura con su carácter normativo y vinculante; 2) el enfrentamiento racional con ese vacío (esa nada) dejado, que pugna para apuntalarlo con conceptos y valores universalizables, y lo defiende de ser llenado por el mito, la superstición, la tradición, o cualquiera de estas formas dogmáticas.

Éstas son las fases esenciales de la Ilustración, sin las cuales ésta no es tal. En este sentido, se han dado siempre en la historia de la filosofía (por lo menos cuando ha merecido ese nombre); historia que es la de la Ilustración misma, el reflejo intelectual de Occidente, su autoconciencia histórica. Al desfondamiento de la cultura, a la relativización de todo orden de sentido, sólo le puede seguir –y eso es la Ilustración– el intento de reconstruir lo perdido sobre una nueva base racional. Naturalmente, la razón se enfrenta siempre al peso de la realidad, a la inercia de las cosas, y tiene todas las de perder; pero no por eso puede dejar de plantear sus exigencias, que de algún modo quedan ahí como testimonios de algo que no es histórico, sino que aspira a “salirse” de la historia para juzgar ésta desde su exterior (esa construcción de una exterioridad racional a la historia es lo que cabalmente puede ser llamado “metafísica”). Sólo hay Ilustración, así pues, donde hay nihilismo –el espíritu ilustrado constata la crisis que siempre está ahí de antemano–, el cual liquida las formas culturales e históricas que identificamos con “lo natural” (mitos, al fin y al cabo). No habría Ilustración sin el nihilismo (y por tanto, la suya no es una historia lineal, de “progreso”, sino que acompaña a los saltos y discontinuidades del propio nihilismo), pero tampoco puede quedarse anclada en éste; la lógica cultural posmoderna hoy vigente confunde los síntomas de la enfermedad con su curación y por eso sólo quiere profundizar en aquélla. El nihilismo no es el destino del pensar, sino su motor para llegar a otro lugar, para reconstruir un mundo teórico, práctico y simbólico, pues el hombre no puede vivir –no satisfactoriamente, desde luego– en la nada. La Ilustración no puede ser la mera deconstrucción de lo dado (una negación indeterminada), sino que exige un esfuerzo constructivo, y por tanto un compromiso. Por otro lado, la reacción intelectual tampoco puede lograr nada como alternativa al nihilismo. Lo muerto, muerto está, y los momentos históricos no se repiten; las soluciones de una época, si es que lo fueron, no valen para otras. 



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